Diario de un editor

27 octubre 2009

columnistas

Entonces, los periódicos que se preciaban tenían un columnista. En el que yo trabajé algunos años de joven era Umbral, y de la cosa de internacional, Jimenez Lozano. No estaba mal. Umbral mandaba la columna desde Madrid y venía mucho por la casa, donde escribía por la mañana, a la hora en que el monstruo de la rotativa parecía haber entrado en coma. Era cariñoso y cordial y a diferencia de lo que decían escribía como el que estuviera picando piedra, con un esfuerzo y dedicación digna de un artesano. Lozano siempre andaba corrigiendo sobre lo escrito, como si estuviera en duda permanente y las palabras no le obedecieran por despecho. Lo dos eran buenos. Si nos fueran porqué son recuerdos yo me atrevería a decir que eran muy buenos.

El columnista es el encargado de recordar al lector su valor intrínseco. Ante lo escrito el lector siente que eso mismo pensaba él, que estaba a punto de pensarlo, que le han leído el pensamiento, y se queda allí mirando como si se hubiera vuelto a encontrar con un amigo muy querido. El columnista va con un candil iluminando las estancias, avisando que ha llegado la luz y el día está por gastar, como si fuera un duro. El columnista es alguién la de la íntima familia con la que cada cual vamos afrontando las ofensas de la vida. Un períodico sin columnista es como una iglesia sin bendecir que dijo Rosales sobre otro asunto.

En esta època huérfana de columnistas, y empachada de opinadores, el otro día se despidió - por un ratito espero- Eric González un tipo de raza al que yo seguía en sus entrañables aproximaciones al fútbol del viejo continente. Entrañable por su capacidad de llegar a las entrañas, a las leyes profundas del juego, a la emoción del que lo juega y del que lo mira apasionadamente. A mí, cuando le veía en el periódico, se me alegraba la cara, me remangaba el alma y me tiraba a la columna como en el primer baño playero de cada año.

Sepa usted, columnista, que me ha dejado muy buen cuerpo.

19 octubre 2009

níscalos

Vienen los santos. Están al caer los níscalos, los buñuelos, los huesecillo, las flores y las últimas rosas blancas.
Están ahí mismo los recuerdos y las viejas historias sin solucionar con nuestros muertos. Ya decía el poeta ( Rosales ) que la muerte no interrumpe nada y la aventura del hombre en tantos casos se cifra en eso, en encontrar un lenguaje para comunicarse con los muertos, un territorio donde encontrarse, un puerto franco donde intercambiar los cromos.
Un hombre que no haya conocido el dolor, el dolor de la ausencia, es como una iglesia sin bendecir, insistía el poeta. El dolor es la patria del hombre, el lugar del que nunca se vuelve igual. El dolor- como el rey - es el motor del cambio.
En estos días tan especiales, tan dignos, dejamos constancia de esta necesidad tan poco postmoderna de estar con nuestros muertos.
La literatura sabe mucho de todo esto. El editor piensa en serio que la gran tarea de la literatura es la de conectarnos con ellos. Una hipóteis anárquica pero que algo de cierta tendrá cuando ha resultado el quehacer de tantas vidas.
Los níscalos con patatas, claro.

13 octubre 2009

La Casa Encendida

En un tiempo, como todos, el editor compraba muchos libros. Muchos, durante mucho tiempo. Mi propia casa fue haciéndose en la medida que crecían las estanterías que me hacía un delicuente muy gracioso que se ponía ciego a porros mientras me explicaba lo mal que tenía distribuida y organizada mi guarida. Una y otra vez volvía sobre el sinsentido de tanta compra, con libros que no iba a leer nunca y que carecían de las más mínima liganzón entre ellos. Este argumento, claro, traspasaba su persona y era común a amigos, chicas y señoras de la limpieza que desfilaron por aquel apartamento de barrio obrero y sentimental, con la democracia recién estrenada.
Este fin de semana ha caído en mis manos el primer volumen de la obra completa de Luis Rosales, en magnífica edición de Trota, con un prólogo antológico de Félix Grande . Estaba yendo y viviendo por un ensayo sobre Cervantes y la Berbería, cuando pensé en el trabajo de Rosales sobre Cervantes y la libertad y fuí al estante y allí estaba la obra poética, la casa encendida.

Al día siguiente,/ -hoy-/ al llegar a mi casa- Altamirano,34 - era de noche,/y quién te cuida, ¿dime ?; no llovía / el cielo estaba limpio ;/- " Buenas noches don Luis"- dice el sereno, / y al mirar hacia ariba, / ví iluminadas , obradoras, radiantes, etelares,/ las ventanas, / - si todas las ventanas- ; Gracias, señor, la casa está encendida.

Ahora lo entenderían, o no, todos los que me preguntaron por los los libros comprados, por los no leídos, por los montones que se iban acumulando mientras Ochoa se fumaba los porros y pensaba las estanterias. Uno iba guardando la leña con la que encendería la casa. Menos mal. Estos días, en mi vida, hace frío. El frío que termina por llegar como el invierno.