05 noviembre 2020

Libros de cabecera

Apenas tengo familia. Muy poca, en realidad. Tampoco tengo grandes amigos. La vida social se traga todo. Me parece normal que esos espacios tan íntimos hayan sido, desde muy temprano, ocupados por los libros y, por qué no decirlo, por mi pasión intacta por el juego del fútbol.

La mejor prueba  que puedo aportar en defensa de una realidad tan atípica, pueden darla las estanterías de mi biblioteca, que una a una, y según se han ido necesitando, han sido elaboradas por un antiguo alumno de una institución disparatada y entrañable donde pasé los mejores años de una vida laboral ya pasada. Nunca olvido esto cada vez que tomo un libro, o busco hueco para uno nuevo.

Entre mis libros cuidadosamente ordenados  por afinidad, ha habido siempre volúmenes de cabecera que me prestan socorro en épocas contrariadas. A veces pasan temporadas largas en las dos mesillas de noche que guardan mi cama. Me defienden como defienden los libros. Sin hacer ruido, sin aspavientos.

Ahora, en estos largos meses en que hemos tenido que confinarnos a nosotros mismos porque nos estábamos haciendo demasiado peligrosos, los libros de cabecera han dado un paso al frente y  duermen conmigo. Me gusta teneros debajo de la almohada y tocarlos por la noche. Pasar mi mano  por la certeza de su cubierta. Ha sucedido primero con  84 Charing cross Road, y dese hace unas noches, con Mendel el de los libros. Amo su final como se ama a un ser querido:

“Precisamente yo, que debía saber que los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido”.