Diario de un editor

25 febrero 2008

maria antonia

En una época con tan pocos matices como aquella, la vecindad, los vecinos con mayúsculas, fueron una realidad tan importante como conmovedora. Mas allá de la amistad y un pelín menos que la familia, los vecinos eran de la casa , una sociedad intermedia o interpuesta que dicen los sociólogos de moda. Algo entre la familia y el estado, una necesidad acuciante, cuando menos.
Los vecinos ayudaban a criar los hijos, prestaban patatas, salían juntos, iban a las celebraciones, era como una prolongación del territorio de seguridad, un lugar de confianza en medio de la intemperie. Los vecinos, entonces, eran otros para los otros, la mayor realidad moral de la que se tiene conocimiento.
La semana pasada hemos enterrado a Maria Antonia, la gran vecina de mi infancia, la madre de mis amigos, la que nos dió de merendar tantas veces, la confidente de mi madre, la mujer de Pedro, inseparable holigan con mi padre, la referente. Ella. María Antonia y Pedro, se decía entonces. Hay que joderse que bonito.
María Antonia era buena. Una de las personas mas buenas que he conocido. No logro recordarla con el humor cambiado, ni débil, ni enfadada. Pasó por las ofensas de la vida, sin prestar atención a lo que no fuera mundo cotidiano, sin levantar la voz, manteniendo la casa como el que tiene a su cuidado una joya delicada y frágil como un resplnador de acero. Cinco hijos, setenta y siete años, un marido y una enfermedad. Una novela.
Descanse en paz la que la dió a raudales.