cerrado
En el lugar de donde vengo, a la orilla del mar, he tenido yo un pequeño y mágico paraíso durante años. Por razones de azar he guardado conocimiento y acceso a un maravilloso hotel colonial de una docena de habitaciones en perfecto estado de revista y cerrado al público por oscuras razones urbanísticas. Regentaba su cuidado y mimo- resultaba en última instancia su garante- un amigo mío argentino que atendía sus necesidades como si de una perosna cercana se tratase. El dueño, desde algún lugar de la riviera francesa, de vez en cuando preguntaba y mantenía la orden de mantenerlo como si se fuera abrir mañana. Allí hemos jugado al tenis, hemos desayunado, hemos visto atardecer, hemos guisado algún arroz y nos hemos dado pequeños baños antes de volver a nuestra casa de la sierra. Precisamente fue en uno de esos baños de quita y pon tan ricos, cuando el hermanono del dueño nos encaró el otro día y nos transmitió la orden de que de eso nada. Que se acabó lo que se daba. Uno venía preparándose para ese momento desde hacía años, porque sabíamos que era una suerte disfrutar tanto, gozar de algo tan bonito, un ratito, unos pocos días al año. Sabíamos de la gratuidad del paraíso, de su fragilidad, de su condición de regalo, pero aún y con eso, fue duro. Lo mas duro, el olor a coñac que salía de las profundidades del hermano, uno olor a cuartel y a sol rancio. Yo creo que es una buena razón para dejar la bebida. No se si la utilizarán los terapeutas, pero hay que dejar de beber para que nadie nos confunda. Que nos nos compren pero que no nos confundan.
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