La comida de colores
No me acuerdo, pero debía tener cinco seis años cuando mi padre me enseñó el mar. Fue en Alicante de camino en autobus para alcanzar la playa pequeña, que luego decíamos nosotros para diferenciarla de San Juan. Ibámos en autobús y, tras una revuelta, apareció un azul bebé que lo llenaba todo. Era un espacio que se extendía mas lejos de lo que yo hubiera mirado nunca. Tuvieron que pasar muchos años ( mas de treinta ) para que me volvieran a enseñar el mar como Dios manda. Fue Piluca Torra, la mujer de Benito, mi amiga. Abrió la puerta del apartamento que se acababan de comprar ese año y por el pasillo, al final, apareció el mar y lo lleno todo. Todo era mar. La cocina, el dormitorio, el salón, la terraza. Era el mar en cada metro util. Yo me quedé sin habla, como la primera vez, y luego nos dió una comida de colores.
La comida de colores, frente al mar, tenía muchas frutas, ensaladas, gambones, alguna carnecita guisada y tés maravillosos que abrían la puerta de la siesta con ayuda de gusiqui para los hombres y cava para las señoras. Era una mesa de cuento de hadas con la sandía, el melon, las aceitunas y los pimientos haciendo de rosas y clavelinas como si de una fiesta grande se tratase. Era, mas que otra cosa, emocionante.
Cada año, durante la última docena o más, Piluca preparó con esmero esa comida dos veces año. Las veces qu íbamos a Mojacar para dar unos paseos y ver amanecer por la sierra o por el puerto de Garrucha. Nadie decía nada pero la comida de colores era la referencia de como podíamos haber sido, de como era la vida en realidad, cuando se le quitaban añadidos; de que sentido tenía el orden y el concierto. La comida de colores era un puntal, una referencia, la certeza de que lo soñado tiene un sitio. Era la vida. Yo sabía que esa comida era la vida.
Piluca ha muerto, ya lo he dicho hace un par semanas. A muerto demasiado joven y demasiado todo. Ahora, sin comida de colores, puede empezar el efecto dominó, la caída libre, el derrumbe.
Mas que nunca en Mojácar, este año, el libro a leer será El Gatopardo. Menos mal que tenemos los libros. Si no sería imposible tanto dolor, chacho.
La comida de colores, frente al mar, tenía muchas frutas, ensaladas, gambones, alguna carnecita guisada y tés maravillosos que abrían la puerta de la siesta con ayuda de gusiqui para los hombres y cava para las señoras. Era una mesa de cuento de hadas con la sandía, el melon, las aceitunas y los pimientos haciendo de rosas y clavelinas como si de una fiesta grande se tratase. Era, mas que otra cosa, emocionante.
Cada año, durante la última docena o más, Piluca preparó con esmero esa comida dos veces año. Las veces qu íbamos a Mojacar para dar unos paseos y ver amanecer por la sierra o por el puerto de Garrucha. Nadie decía nada pero la comida de colores era la referencia de como podíamos haber sido, de como era la vida en realidad, cuando se le quitaban añadidos; de que sentido tenía el orden y el concierto. La comida de colores era un puntal, una referencia, la certeza de que lo soñado tiene un sitio. Era la vida. Yo sabía que esa comida era la vida.
Piluca ha muerto, ya lo he dicho hace un par semanas. A muerto demasiado joven y demasiado todo. Ahora, sin comida de colores, puede empezar el efecto dominó, la caída libre, el derrumbe.
Mas que nunca en Mojácar, este año, el libro a leer será El Gatopardo. Menos mal que tenemos los libros. Si no sería imposible tanto dolor, chacho.
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